Por Andrea Herrera
Que detrás del puesto de pasteles, estaba el
aire que corría y la gente que pasaba.
Nadie veía los pasteles, una pena. Porque los
pasteles estaban esponjosos, coloridos y adorables. Tenían formas varias y
esperaban. Ahí, para que se les vea, les vieras que tú les contemples, con esa
textura tan de ellos: textura pastélica… ¿será?
Luego a los escritores, sobre todo a los
grandes; les da por conjugar palabras inconjugables, conjugan hasta los
adverbios. Pero es así, el lenguaje, a veces, si no es que siempre, no logra
expresar lo que se viene, lo que se siente. La cuestión realmente, no es que la
palabra no quiera y no es por capricho, es simplemente que afirma que N-O
P-U-E-D-E. Es imposible y complicado, como una red de telaraña vieja, suplicar
a las palabras que expresen lo que el pecho encierra, lo que la sonrisa
desbordada hasta el sangrado, y las mordidas dadas al cup-cake, algo de harina
y huevo.
Cuando sujetas mi mano está el calor del café
presente delante de mí, junto al panecillo. La palabrería no lo expresa como “calor
de café en mano con glasé”, entonces yo me limito. Y así, decido sujetarte más
fuerte y por debajo de las venas.
Las palabras no ceden. Entonces nos
fragmentamos y nos rompemos.
Incluso en este momento, la palabra es nadie y
es nada. La letra se deforma.
Corre una tinta y las mordidas sobre tanta
palabrería.
En el fondo nos sentimos y nos vemos tan
pastelillos. Detrás de nuestra vitrina luminosa, tan quietos. Aguardamos con
nuestra pastélica consistencia, humana, muy humana. Intentando comunicarnos,
con palabras y azúcar; esperando algo, aguardando, alguien, ser visto o simplemente
algo. Pero esperamos sobre todo ser devorados con, palabras verdaderas.
Y después la muerte, más,
más y allá, la muerte. La muerte de la palabra arrodillada ante la caracola
sorda de nuestro oído, así: tan simple, dirigida al precipicio.